Conservaba todo en su Corazón



Mensaje, 2 de noviembre de 2011
“Queridos hijos, el Padre no os ha dejado a merced vuestra. Su amor es inmenso, amor que me conduce a vosotros para ayudaros a conocerlo, para que todos, por medio de mi Hijo, podáis llamarlo con todo el corazón, “Padre” y para que podáis ser un pueblo en la familia de Dios. Pero, hijos míos, no olvidéis que no estáis en este mundo sólo por vosotros mismos, y que yo no os llamo aquí sólo por vosotros. Aquellos que siguen a mi Hijo, piensan en el hermano en Cristo como en ellos mismos y no conocen el egoísmo. Por eso, yo deseo que vosotros seáis la luz de mi Hijo, que iluminéis el camino a todos aquellos que no han conocido al Padre ―a todos aquellos que deambulan en la tiniebla del pecado, de la desesperación, del dolor y de la soledad―, y que con vuestra vida les mostréis a ellos el amor de Dios. ¡Yo estoy con vosotros! Si abrís vuestros corazones os guiaré. Os invito de nuevo: ¡orad por vuestros pastores! ¡Os lo agradezco! ”


Se trata de una circunstancia singular, que arroja luz sobre los largos años de la vida oculta de Nazaret. En esa ocasión Jesús revela, con su fuerte personalidad, la conciencia de su misión, confiriendo a este segundo "ingreso" en la "casa del Padre" el significado de una entrega completa a Dios, que ya había caracterizado su presentación en el templo. Este pasaje da la impresión de que contradice la anotación de Lucas, que presenta a Jesús sumiso a José y a María (cf. Lc 2, 51). Pero, si se mira bien, Jesús parece aquí ponerse en una consciente y casi voluntaria antítesis con su condición normal de hijo, manifestando repentinamente una firme separación de María y José. Afirma que asume como norma de su comportamiento sólo su pertenencia al Padre, y no los vínculos familiares terrenos.
  A través de este episodio, Jesús prepara a su madre para el misterio de la Redención. María, al igual que José, vive en esos tres dramáticos días, en que su Hijo se separa de ellos para permanecer en el templo, la anticipación del triduo de su pasión, muerte y resurrección. Al dejar partir a su madre y a José hacia Galilea, sin avisarles de su intención de permanecer en Jerusalén, Jesús los introduce en el misterio del sufrimiento que lleva a la alegría, anticipando lo que realizaría más tarde con los discípulos mediante el anuncio de su Pascua.
Según el relato de Lucas, en el viaje de regreso a Nazaret, María y José, después de una jornada de viaje, preocupados y angustiados por el niño Jesús, lo buscan inútilmente entre sus parientes y conocidos. Vuelven a Jerusalén y, al encontrarlo en el templo, quedan asombrados porque lo ven "sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles" (Lc 2, 46). Su conducta es muy diversa de la acostumbrada. Y seguramente el hecho de encontrarlo al tercer día revela a sus padres otro aspecto relativo a su persona y a su misión. Jesús asume el papel de maestro, como hará más tarde en la vida pública, pronunciando palabras que despiertan admiración: "Todos los que lo oían estaban estupefactos por su Inteligencia y sus respuestas" (Lc 2, 47). Manifestando una sabiduría que asombra a los oyentes, comienza a practicar el arte del diálogo, que será una característica de su misión salvífica. Su madre le pregunta: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando" (Lc 2, 48). Se podría descubrir aquí el eco de los "porqués" de tantas madres ante los sufrimientos que les causan sus hijos, así como los interrogantes que surgen en el corazón de todo hombre en los momentos de prueba.
  La respuesta de Jesús, en forma de pregunta, es densa de significado: "Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49). Con esa expresión, Jesús revela a María y a José, de modo inesperado e imprevisto, el misterio de su Persona, invitándolos a superar las apariencias y abriéndoles perspectivas nuevas sobre su futuro.   (San Juan Pablo II, 15 de enero de 1997)


“Su amor es inmenso, amor que me conduce a vosotros para ayudaros a conocerlo” dice la Reina de la Paz.
 El silencio es un don que brota de la plenitud experimentada por tener el alma, la mente y el corazón inundados de la gracia, la verdad y el amor. Cuando se conoce la verdad se disipa la duda y la angustia, cuando se encuentra el bien nos abandona el miedo y cuando nos sabemos amados desaparece la amargura que da la sensación de la supuesta soledad. El ruido que hacemos o buscamos, aveces para hacernos notar, acusa nuestras carencias. EL silencio de María, que ante tantas situaciones trascendentes de las que fue testigo y partícipe, las enfrentó con recogimiento y humildad, nos hacen evidente un Corazón Inmaculado lleno de conocimiento y amor de Dios.

  Ella pide para nosotros el conocer el inmenso amor de Dios, para que podamos  “llamarlo con todo el corazón”, “Padre” y para que podamos “ser un pueblo en la familia de Dios.”

“En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había encomendado atribuía un significado más alto a su vida diaria. Los sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo.
El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar."
  Estas palabras de San Juan Pablo II nos iluminan con la claridad de la Fe y de la gracia, revelándonos lo que incluso, siendo creyentes, nos cuesta entender. El valor a los ojos de Dios de lo sencillo y lo modesto. La pequeña abnegación, la labor cotidiana y aquella responsabilidad que incluso nos disgusta o repugna, se transforman en instrumentos poderosos para la gloria de Dios y la salvación de las almas. El Espíritu Santo hace nuevas todas las cosas. Y cada una de estas dimensiones que no valoran los ojos del mundo, son de inmenso valor de santificación y de colaboración en la extensión del Reino de Dios. 
  Cuantas veces nos equivocamos y no reconocemos, ni el valor de la vida de la gracia y la oración, ni como el fuego de Dios hace, que por medio de una vida oculta de fidelidad y entrega en lo pequeño, se va inflamando el mundo con la caridad de Dios. Y lo más importante es que, en la Escuela de María, cada acción realizada para la gloria de Dios, va transformando nuestras familias, haciéndolas un “lugar en donde nazca la santidad”.