El Niño en brazos de su Madre




Mensaje,  25 de Diciembre 2004
“¡Queridos hijos! Hoy, en este día de gracia, con el Niño Jesús en brazos, los invito de una manera especial a abrir vuestros corazones y comenzar a orar. Hijitos, pidan a Jesús que nazca en vuestros corazones y que reine en vuestras vidas. Pídanle la gracia de que siempre y en cada hombre ustedes puedan reconocerlo a El. Hijitos, pidan a Jesús el amor, porque solamente con el amor de Dios ustedes pueden amar a Dios y a todos los hombres. Yo los llevo a todos en mi corazón y les doy mi bendición maternal.”


«Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31). Jesús quiere decir: «Dios que salva».
Jesús, nombre que le dio Dios mismo, significa que «en ninguno otro hay salvación » (Hch 4, 12) excepto en Jesús de Nazaret, que nació de María, la Virgen. En él Dios se hizo hombre, saliendo así al encuentro de todo ser humano.
«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2). Este Hijo es el Verbo eterno, de la misma naturaleza del Padre, que se hizo hombre para revelarnos al Padre y para hacer que pudiéramos comprender toda la verdad sobre nosotros. Nos habló con palabras humanas, y también con sus obras y con su misma vida: desde el nacimiento hasta la muerte en cruz y la resurrección.
Todo ello, desde el inicio, despierta estupor. Ya se asombraron de lo que vieron los pastores que acudieron a Belén, y los demás se maravillaron al escuchar lo que ellos les relataron acerca del Niño recién nacido (cf. Lc 2, 18). Guiados por la intuición de la fe, reconocieron al Mesías en el niño que se hallaba recostado en el pesebre y el nacimiento pobre del Hijo de Dios en Belén los impulsó a proclamar con alegría la gloria del Altísimo. 
San Pablo…escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, (…) para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). El tiempo está unido al nombre de Jesús ya desde el inicio. Este nombre lo acompaña en su historia terrena, inmersa en el tiempo, pero sin que él esté sujeto a ella, dado que en él se halla la plenitud de los tiempos. Más aún, en el tiempo humano Dios introdujo la plenitud al entrar con ella en la historia del hombre. No entró como un concepto abstracto. Entró como Padre que da la vida —una vida nueva, la vida divina— a sus hijos adoptivos. Por obra de Jesucristo todos podemos participar en la vida divina: hijos en el Hijo, destinados a la gloria de la eternidad.
(San Juan Pablo II, 1 de enero de 1997)

¡Salve, Madre santa! Virgen hija de Sión, ¡cuánto debe sufrir por esta sangre tu corazón de Madre!
El Niño que estrechas contra tu pecho lleva un nombre apreciado por los pueblos de religión bíblica:  Jesús, que significa “Dios salva”. Así lo llamó el arcángel antes de que fuera concebido en tu seno (cf. Lc 2, 21). En el rostro del Mesías recién nacido reconocemos el rostro de todos tus hijos vilipendiados y explotados. Reconocemos especialmente el rostro de los niños, cualquiera que sea su raza, nación y cultura. Por ellos, oh María, por su futuro, te pedimos que ablandes los corazones endurecidos por el odio, para  que  se  abran al amor, y la venganza ceda finalmente el paso al perdón.
Obtennos, oh Madre, que la verdad de esta afirmación -“No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”- se grabe en el corazón de todos. Así la familia humana podrá encontrar la paz verdadera, que brota del encuentro entre la justicia y la misericordia.
Madre santa, Madre del Príncipe de la paz, ¡ayúdanos!
Madre de la humanidad y Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!
(San Juan Pablo II, 2002)

«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, (…) para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5)
   El misterio del plan Divino se manifiesta grandemente a cada uno de nosotros, para darnos un conocimiento profundo de su voluntad y también de los verdaderos caminos de victoria, gloria y plenitud, en la escena del Pesebre de Belén, donde los pastores encuentran al Verbo Divino, la Palabra que  estaba en el Principio, que es el fin de toda la creación, en los brazos puros y santos de María.
  El abandonarse completamente a los brazos de su Madre Santísima, para que Ella disponga de Él, es un gesto que no debe pasar desapercibido, sino que es signo y predicación sublime de un auténtico camino de triunfo sobre el mal y el pecado.

    Más se humilla Dios, más se confía a María, más se manifiesta la conducción del Espíritu Santo sobre la Sagrada Familia, iluminando, con este esplendor celestial, el rostro de todos los creyentes, para que, como nos enseña la Reina de la Paz,  Jesús nazca en nuestros corazones y reine en nuestras vidas.