María en el inicio de la Iglesia



María en el inicio de la Iglesia

Mensaje, 25 de abril de 1988 

“¡Queridos hijos! Dios quiere hacerlos santos y por eso los invita a través mío al abandono total. Que la Santa Misa sea para ustedes la vida. Dénse cuenta, que la Iglesia es la Casa de Dios, el lugar donde Yo los reúno y deseo mostrarles el camino que conduce a Dios. Vengan y oren! No miren a los demás y no murmuren de ellos. Que sus vidas sean más bien un testimonio en el camino de la santidad. Las iglesias son sagradas y merecen respeto, porque Dios -que Se hizo hombre- vive en ellas día y noche. Por tanto, hijitos, crean y oren para que el Padre les acreciente su fe y después pidan lo que necesiten. Yo estoy con ustedes y me regocijo por su conversión y los protejo con mi manto materno. Gracias por haber respondido a mi llamado! ”

En el  Apocalipsis de san Juan. En la mujer encinta, que da a luz un hijo mientras un dragón de color rojo sangre la amenaza a ella y al hijo que ha engendrado, la tradición cristiana, litúrgica y artística, ha visto la imagen de María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la primera intención del autor sagrado, si el nacimiento del niño representa la llegada del Mesías, la mujer personifica evidentemente al pueblo de Dios, tanto al Israel bíblico como a la Iglesia. La interpretación mariana no va en perjuicio del sentido eclesial del texto, ya que María es "figura de la Iglesia" (Lumen gentium, 63; cf. san Ambrosio, Expos. Lc, II, 7). Así pues, en el fondo de la comunidad fiel se descubre el perfil de la Madre del Mesías. Contra María y la Iglesia se cierne el dragón, que evoca a Satanás y al mal, como ya indicó la simbología del Antiguo Testamento; el color rojo es signo de guerra, de matanzas y de sangre derramada; las "siete cabezas" coronadas indican un poder inmenso, mientras que los "diez cuernos" evocan la fuerza impresionante de la bestia descrita por el profeta Daniel (cf. Dn 7, 7), también ella imagen del poder prevaricador que domina en la historia.
 Por consiguiente, el bien y el mal se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan la aparente debilidad y pequeñez del amor, de la verdad y de la justicia. Contra ellos se desencadena la monstruosa energía devastadora de la violencia, la mentira y la injusticia. Pero el canto con el que se concluye el pasaje nos recuerda que el veredicto definitivo lo realizará "la salvación, el poder, el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo" (Ap 12, 10).
Ciertamente, en el tiempo de la historia la Iglesia puede verse obligada a huir al desierto, como el antiguo Israel en marcha hacia la tierra prometida. El desierto es, entre otras cosas, el refugio tradicional de los perseguidos, es el ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina (cf. Gn 21, 14_19; 1 R 19, 4_7). Con todo, en este refugio, como subraya el Apocalipsis (cf. Ap 12, 6. 14), la mujer permanece solamente durante un período de tiempo limitado. Así pues, el tiempo de la angustia, de la persecución, de la prueba no es indefinido: al final llegará la liberación y será la hora de la gloria.
Contemplando este misterio desde una perspectiva mariana, podemos afirmar que "María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión" (Congregación para la doctrina de la fe, Libertatis conscientia, 22 de marzo de 1986, n. 97; cf. Redemptoris Mater, 37).
 Fijemos, por tanto, nuestra mirada en María, icono de la Iglesia peregrina en el desierto de la historia, pero orientada a la meta gloriosa de la Jerusalén celestial, donde resplandecerá como Esposa del Cordero, Cristo Señor. 
(San  Juan Pablo II, 16 Marzo, 2001)