He ahí a tu Madre



He ahí a tu Madre


Mensaje, 2 de octubre de 2012
“Queridos hijos, os llamo y vengo entre vosotros porque os necesito. Necesito apóstoles con un corazón puro. Oro, y orad también vosotros, para que el Espíritu Santo os capacite y os guíe, os ilumine y os llene de amor y de humildad. Orad para que os llene de gracia y de misericordia. Solo entonces me comprenderéis, hijos míos. Solo entonces comprenderéis mi dolor por aquellos que no han conocido el amor de Dios. Entonces podréis ayudarme. Seréis mis portadores de la luz del amor de Dios. Iluminaréis el camino a quienes les han sido concedidos los ojos, pero no quieren ver. Yo deseo que todos mis hijos vean a Mi Hijo. Yo deseo que todos mis hijos experimenten Su Reino. Os invito nuevamente y os suplico: orad por aquellos que Mi Hijo ha llamado. ¡Os doy las gracias! ”


Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: "Mujer, he ahí a tu hijo", desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: "He ahí a tu madre" (Jn 19, 26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.
La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su "sí" en la Anunciación.
Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su propia madre.
Durante la última cena, "el discípulo a quien Jesús amaba" escuchó el mandamiento del Maestro: "Que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12) y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con afecto filial.
Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: "He ahí a tu madre", la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno.
2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.
El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo.
Las palabras: "He ahí a tu madre" expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo creyente.

En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.   (San Juan Pablo II, 7 de mayo de 1997)


Por maternidad espiritual entendemos que María nos ha dado la vida sobrenatural tan verdaderamente como nuestras madres nos han dado la vida natural; en la que Ella nos nutre, nos sustenta, nos contiene, nos educa, extiende nuestra vida sobrenatural a fin de conducirla a su perfección. 
Ella nos dice: “Oro, y orad también vosotros, para que el Espíritu Santo os capacite y os guíe, os ilumine y os llene de amor y de humildad.”
Todos comprenden la realidad de la vida natural. La vemos, la tocamos, la sentimos, la percibimos en todas nuestras actividades externas e internas; lo que percibimos como nuestro yo. Al lado de esta vida natural, la fe nos enseña que hay para el cristiano otra vida, llamada sobrenatural o espiritual, o también estado de gracia. Pero esta vida no puede verse, ni tocarse, ni constatarse directamente, y parece que para  muchos cristianos es algo vago e inconsistente. Esta vida, es la que nuestra Madre celestial nos hace palpable, tangible y cercana con su ejemplo, presencia y palabras. 
“Orad para que os llene de gracia y de misericordia. Solo entonces me comprenderéis, hijos míos. Solo entonces comprenderéis mi dolor por aquellos que no han conocido el amor de Dios.”
Los santos y los mártires han sacrificado alegremente todo por ésta vida sobrenatural de estado de gracia, que no es otra cosa que la misma vida de Dios, la vida de Cristo en nosotros. Por ella, nos dice San Pedro, llegamos a ser «participantes de la misma naturaleza divina» (2 Pe 1,4). Y San Pablo exclama: «No soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Y en otro lugar: «Mi vida es Cristo» (Flp 1,21). Este es el anhelo de una verdadera Madre: Yo deseo que todos mis hijos vean a Mi Hijo. Yo deseo que todos mis hijos experimenten Su Reino.