Jesús muerto en brazos de su Madre



Mensaje, 25 de marzo de 2004 
“¡Queridos hijos! También hoy los invito a abrirse a la oración. Especialmente ahora en este tiempo de gracia, abran sus corazones, hijitos, y expresen su amor al Crucificado. Solamente así podrán descubrir la paz, y la oración fluirá de su corazón al mundo. Sean ejemplo, hijitos, y un incentivo al bien. Yo estoy cerca de ustedes y los amo a todos. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado! ”


Contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Como afirma san Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión (cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción). Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27). (Benedicto XVI, 15 de septiembre de 2008)
María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor. (2 de febrero de 2006)

María comparte la compasión de su Hijo por los pecadores y comparte plenamente su dolor. Lo experimenta con todo su ser. Siente en su interior la experiencia de la muerte física de su Hijo, siendo traspasada en su Corazón maternal con la herida del sufrimiento que solo una madre puede entender, pero que no queda sepultado sino que dará lugar a la esperanza y el consuelo para los hijos que estaban muertos por el pecado.
En este tiempo de gracia, abran sus corazones, hijitos, y expresen su amor al Crucificado, nos dice la Madre del cielo.
 Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo le encomendó. En el mismo Calvario, ante su Corazón herido, somos dados a luz a la vida sobrenatural. 
Sus palabras lo confirman. Yo estoy cerca de ustedes y los amo a todos. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”

No es casualidad que Jesús  proclamara Madre nuestra a su propia Madre, momentos antes de expirar en la Cruz.
Si Ella nos dió la vida sobrenatural dando a luz a quien es la Vida misma, Cristo Jesús, también nos da el sacrificio de su amor, aceptando el dolor de Madre, que le hiere en Corazón  Inmaculado con dolor de espada: se suma al sufrimiento de la pasión y  muerte de su Hijo, el hecho de que son nuestros pecados  los que lo clavan en la Cruz.
  Pero Ella, inundada de la gracia, no deja de mirarnos  con misericordia, a pesar del dolor, y nos ofrece los mismos brazos maternales que sostienen el Cuerpo de Cristo, para abrazarnos y procurarnos beber del Cáliz del Sacrificio que nos otorga la Redención. 

María nos dice:”…abran sus corazones, hijitos, y expresen su amor al Crucificado. Solamente así podrán descubrir la paz, y la oración fluirá de su corazón al mundo.”