El amor materno de María


 


El amor materno de María 



Mensaje, 25 de agosto de 1998

“¡Queridos hijos! Hoy los invito para que a través de la oración se acerquen aún más a mí. Hijitos, yo soy Su Madre, los amo y deseo que cada uno de ustedes se salve y esté conmigo en el Paraíso. Por tanto, hijitos, oren, oren, oren hasta que su vida llegue a ser oración. Gracias por haber respondido a mi llamado! ”



La Virgen es modelo de esperanza confiada en Dios que nunca abandona y que da las fuerzas para testimoniarlo ante el mundo.

María, como madre de Jesús y, por extensión, también nuestra, quiere lo mismo para cada uno de nosotros y añade algo más: ser santos. Para nosotros, como cristianos, la felicidad y la santidad convergen cuando caminamos en los caminos de nuestro Señor. María es un modelo de cómo hacer eso precisamente. 

En el Inmaculado Corazón se nos manifiesta el vínculo que une a María con el Espíritu Santo, ya desde el inicio de su existencia, cuando en su concepción, el Espíritu, el Amor eterno del Padre y del Hijo, hizo de ella su morada y la preservó de toda sombra de pecado; luego, cuando por obra del mismo Espíritu concibió en su seno al Hijo de Dios; después, también a lo largo de toda su vida, durante la cual, con la gracia del Espíritu, se cumplió en plenitud la exclamación de María: «He aquí la esclava del Señor»; y, por último, cuando, con la fuerza del Espíritu Santo, María fue llevada a los cielos con toda su humanidad concreta para estar junto a su Hijo en la gloria de Dios Padre.


«María -dice la encíclica Deus caritas est- es una mujer que ama. Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama» (n. 41). Sí, queridos hermanos y hermanas, María es el fruto y el signo del amor que Dios nos tiene, de su ternura y de su misericordia...

Como madre, María estaba llena de amor incondicional por su Hijo, apoyándolo en su enseñanza, predicación e incluso en su máximo sacrificio. La maternidad llena de gracia de María nos muestra cómo debemos estar llenos de gratitud por todas las bondados que su Corazón Materno nos procura, a pesar de nuestras indiferencias.

Por eso María debió vivir la virtud del amor, de la caridad en grado elevadísimo. Fue, ciertamente, uno de sus principales distintivos. Es más, Ella ha sido la única creatura capaz de un amor perfecto y puro, sin sombra de egoísmo o desorden. Porque sólo Ella ha sido inmaculada; y por eso sólo Ella ha sido capaz de amar a Dios, su Hijo, como Él merecía y quería ser amado.

Fue ese amor suyo un amor concreto y real. El amor no son palabras bonitas. Son obras. “El amor es el hecho mismo de amar”, dirá San Agustín. La caridad no son buenos deseos. Es entrega desinteresada a los demás. Y eso es precisamente lo que encontramos en la vida de la Santísima Virgen: un amor auténtico, traducido en donación de sí a Dios y a los demás.

María irradiaba amor por los cuatro costados y a varios kilómetros a la redonda. La casa de la sagrada familia debía estar impregnada de caridad. Como también su barrio, el pueblo entero e incluso gran parte de la comarca... Las hondas expansivas del amor, cuando es real, se difunden prodigiosamente con longitudes insospechadas.

El amor de la Virgen en la casa de Nazaret, como en las otras donde vivió, haría que allí oliese de verdad a cielo. Ese gran amor de esposa, de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo, estaba entretejido con mil y un detalles.        

El amor maternal de la Virgen María se hace cercano a los humildes, y a los pobres, a quienes necesitan de la misericordia de su Hijo. El camino que hace María para encontrarse con Isabel, es el mismo recorrido que emprende para encontrarse con nosotros, por ello nos preguntamos: 


¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?


No debe causar sorpresa su presencia maternal, nos debe llamar la atención la actitud ante el testimonio de la Madre de la Misericordia que en espera del nacimiento del Salvador ya asume su desempeño misionero y va en camino para compartir la alegría de Dios.

Las palabras de Isabel dan testimonio de María como Madre de Misericordia: “¡Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lucas 1, 42-45).



"Todos los conflictos, especialmente en las familias, comienzan cuando ya no vemos lo bueno sino buscamos lo que es malo y luego empezamos a hablar del mal y finalmente acabamos tocándolo. El comienzo de la paz y de ser capaces de convivir con los demás es descubrir lo bueno que hay en ellos y en nosotros mismos y reconocerlo. Y si alguien piensa ahora que esa persona con la que vive no hay nada bueno, yo les aseguro que sí ha quedado algo bueno en ella, que puede volverse buena y que está esperando nuestra ayuda. Esto es lo que María, que nos mira como Madre, nos enseña y por tanto, debemos orar para poder vernos a nosotros mismos y a los demás del mismo modo en que María nos ve. Es particularmente importante buscar el silencio para encontrarnos con Jesús y la razón de que muchas veces no cambiemos habla del hecho de que no hemos tenido un encuentro con Jesús y Su amor. No pretendo aquí de hacerlos sentirse culpables por esto, sino que hablo más bien de la oportunidad que tenemos de hacerlo, porque la condición para un cambio es el encuentro con Jesús." 

"Dios, Padre nuestro, Te damos gracias por enviarnos a María y porque en estos tiempos ella nos llama, nos educa y nos guía. Con María, la Reina de la Paz, Te pedimos la fortaleza de Tu Espíritu para poder dejar atrás todo lo que nos impide acercarnos a Ti, oh Padre. También Te pedimos que abras nuestros corazones para poder sentir el amor de María y siempre llevemos en nosotros el deseo de Ti y del Cielo, cooperando así en la tarea de la Salvación. Con María Te pedimos también por todos los que se han cansado, por los que han renunciado al deseo de la salvación, de Ti y del Cielo renazcan ahora por el poder de Tu Espíritu, a fin de que construyan sus vidas según Tu voluntad. Te pedimos el espíritu de oración para todas las personas, para todas las familias, las comunidades, para todos los bautizados. Danos la fortaleza para que nuestra vida llegue a ser una oración y que cada uno de nosotros seamos en todo momento testigos de Tu amor y Tu fortaleza en este mundo. Te lo pedimos por intercesión de la Reina de la Paz y en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén."  (Fray Slavko Barbaric, Medjugorje, Agosto 27, 1998)



Atentamente Padre Patricio Romero